«Un hombre, dos niños y un perro miraban hacia el río de la Plata. Las olas rompían contra las piedras de la escollera de embarque y las finas gotas que estallaban por el aire llegaban hasta ellos traídas por el viento del mar. Aún de madrugada, podían ver las luces en el navío que los esperaba y el trajinar de los marineros apurados por los gritos del capitán.
Era febrero de 1824 en Buenos Aires. Llovía desde hacía una semana, y el hombre no podía dejar de recordar esa mañana de hacía casi 12 años, cuando ese mismo puerto lo recibía en un cálido día con el azul más hermoso que hubiera visto en el cielo y un horizonte rojo que nacía en Europa y parecía ir mostrándole en su ascenso el camino de la gloria. Hacia el oeste, siempre hacia el oeste.
Miraba el río sin verlo. Miraba las aguas romper contra las piedras pero veía a Remedios bailando, a su tropa marchando hacia San Lorenzo, a Alvear despidiéndolo cuando se iba al norte, a Belgrano con los brazos abiertos. Miraba el río pero veía Mendoza, las viñas, la fábrica de pólvora de Beltrán, el abrazo con O Higgins, la entrada triunfal en Santiago.
Lo otro parecía difuso. Le costaba recordar los años más cercanos, como sí su mente se negara a traerlos al presente. Por algún extraño mecanismo de autodefensa que no comprendía, no podía recordar los tiempos recientes. Tomás le hubiera dicho que los hombres inteligentes solo recuerdan los buenos momentos, pero Tomás ya no estaba allí.
¡Si hasta sentía el ruido de la metralla reventando contra en el pecho del caballo, el olor de la sangre, el gusto de la tierra en su boca y el grito del negro cuando lo sacaba a los tirones de ahí abajo!¿Cómo no iba a recordar el vino que le sirvió Bolívar, la cara de Rosita, el nombre del buque en que volvió a Chile?¿Por qué no se podía acordar quien era el jefe en el cabildo mendocino, cuantos caballos dejó en la chacra, que había hecho con las espuelas de plata que trajo de Perú o el aroma del jardín de Pepa?
Miraba sin ver esa fría mañana de febrero. Callados, los cuatro parecían entender que todo sería más difícil desde ese día.
Eusebio se sentó en el suelo del puerto y abrazó al perrito. La suerte de ambos era parecida. Ninguno de los dos tenía miedo, confiaban ciegamente en el hombre que los cuidaba. Desde Guayaquil al perro, desde Huaura al niño.
José de San Martín los miró y sonrió penosamente. Se vio a sí mismo, de la mano de dos niños y un perro. Solo. Casi huyendo, como decían sus enemigos en Buenos Aires. No quiso pensar más.
-¡Mira! ¡Le Bayonnais! Quiere decir “Los bayoneses”, de Bayona, en Francia. ¡Seremos bayoneses por unos días, Merceditas!
La niña lo miró, pero no pudo sonreír. Tomó la mano del padre y ambos se miraron a los ojos.
-No llores, papá. Estaremos bien.
-No son lágrimas, niña. Son las olas…
Mercedes lo abrazó y agarró su cara. Besó sus ojos y lo miró fijamente, sintiendo la sal de las lágrimas en su boca.
-No mientas. ¡Irás a una celda! Además a mamá no le gustaría escucharte.
La miró sin intentar contener su emoción. Lloró de pena, de bronca, de impotencia, de arrepentimiento. Se agachó y abrió los brazos, invitando también al niño a abrazarlo. Los tres estuvieron largo rato apretados. Eusebio estiró su mano y atrajo al perro, sumándolo.
-¡Monsieur!, gritó el marinero desde la chalupa que los venía a buscar para llevarlos hasta el barco,- ¡Le capitain Coutard autoriser lèmbarquement!
Tomó el papel que le entregó el marinero y leyó la autorización de embarque:
“St. Martin, Jozèph (ex Gènèrale), sa fille Mercedes et leur domestique Eusebio Soto».
(«El cóndor herido. San Martín, de Perú a Francia». De Ariel Gustavo Pérez, novela en preparación)
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