Covid-19 – Jorge Cerball – 16.9.2020

La Covid-19 ha encogido nuestras vidas, reducido nuestro horizonte, limitado nuestra capacidad de indignación. Vivimos cabeza baja, tapada, con los ojos fijos en el pasado y los adoquines, mientras el mundo arde.

Nuestra vida ha cambiado. Nuestro espíritu, nuestra alma también. Este virus no sólo ha matado a nuestros parientes, a nuestros amigos, debilitado a aquéllos que se han salvado de lo peor. No sólo ha limitado nuestros desplazamientos, nuestros impulsos. No sólo ha cerrado las escuelas y las empresas.

También ha cerrado nuestros corazones. Formas de solidaridad han surgido. Se han despertado conciencias. Pero este virus nos ha empujado insensiblemente a mirar nuestros ombligos, nuestros pequeños males. Inquietos por cualquier tosecilla, por el menor acceso de fiebre, nos hemos vuelto todos un poco hipocondriacos, vigilando, al acostarnos, al levantarnos, nuestras agujetas y cascaduras.

Mientras tanto, el mundo ha continuado a girar como si nada. El virus no ha frenado la locura de los humanos: las violencias, los abusos de poder, las injusticias, la destrucción de bosques, la desaparición de especies animales, el tercio de muerte de la biodiversidad. En el Oeste de los Estados Unidos, el cielo, pintado por los incendios, ha tomado el color de la cabellera del presidente. Más que antes, de nuevo, nuestros ojos se apartan de la miseria lejana, de la guerra o de la hambruna. No queremos ni ver ni oír a los condenados de la tierra que aspiran a la dignidad, atraídos por nuestro continente, nuestro modo de vida, nuestras riquezas. Primero nosotros. Un campamento de migrantes, en Lesbos, pensado para 2 700 personas, abrigaba a 12 000, entre ellos 4 000 niños. Un grupo de jóvenes, presa de la desesperación, allí se suicidaron. El fuego redujo el campamento a cenizas, privando a hombres, mujeres y niños de su «lugar de residencia», sin que eso realmente conmueva a los europeos. En otras partes, en Bielorusia, en Hong Kong, en Rusia, en Turquía, la libertad se muere. ¿Qué hacemos de los llamados por ayuda? Cegados por nuestras fragilidades, bajamos los ojos, nos tapamos las orejas, cerramos la boca. El virus nos encierra. Osemos levantar la cabeza. Hacia el cielo que trae los gritos de nuestros hermanos y hermanas. Escuchémoslos, ayudémoslos. Y dejemos nuestros ombligos tranquilos.

Francis Van de Woestyne (Editorial de hoy martes 15 de septiembre de 2020, La Libre Belgique, Bruselas).

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