La caída del consumo y la recaudación, el aumento de la pobreza y del desempleo, la incapacidad para pagar una enorme deuda, la fuga de capitales -18.000 millones de dólares en lo que va de año- y el liderazgo mundial del riesgo-país, han llevado a Argentina a una de las peores crisis de su historia. La inmovilización parcial de los depósitos, decretada por el dimitido Gobierno de De la Rua, fue la reacción desesperada de una economía en recesión ante la amenaza de quiebra
inminente del sistema financiero, y por extensión, de quiebra total de la nación.
Las recientes crisis internacionales (México, Rusia, Brasil y la actual recesión mundial) han dejado al descubierto la debilidad del modelo y los problemas estructurales que Argentina arrastra desde hace décadas.
La tercera economía latinoamericana trata de no asfixiarse tras 43 meses consecutivos de recesión y una deuda pública de 132.000 millones de dólares, de los que 72.000 se deben al exterior. El problema original de Argentina es la falta de crecimiento económico unido a la crisis política que el dimitido presidente De la Rúa y su gabinete no han logrado solucionar.
El nuevo presidente, Adolfo Rodríguez Saá, y su ministro de Economía, Rodolfo Frigeri, han preparado un plan de emergencia que intenta evitar males mayores: mantenimiento temporal de la paridad peso-dólar -en busca de una devaluación más adecuada a la que consideran realista los mercados (20 o 25%)-, y aparición de una tercera moneda, el «argentino», para inyectar liquidez a la economía interna. Una suspensión de pagos sobre la enorme deuda externa durante tres meses permitirá, en teoría, crear empleo y consumo.
En esta ocasión, previendo lo que venía, las instituciones extranjeras, con los bancos españoles Santander Central Hispano y Bilbao Vizcaya Argentaria a la cabeza, han tomado medidas, haciendo provisiones de fondos y desprendiéndose de bonos y obligaciones argentinas.
La ya inevitable devaluación de sus activos argentinos dañará las cuentas de resultados de todas estas compañías, quizá más marcadamente la de Repsol. Pero si no se produce un contagio internacional grave como el ocurrido en 1994-95, ni las empresas españolas ni el sistema financiero internacional deberían sufrir perjuicios permanentes. Es incluso muy posible que la presencia de SCH y BBVA en Argentina crezca como consecuencia de esta crisis.
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