5 de abril de 1818. Con las primeras luces del día, las tropas realistas vadearon el río Maipú y se encaminaron resueltamente hacia Santiago, la capital chilena, a cuyas puertas aguardaba el ejército de San Martín. Desde el año anterior, habían perdido el control de Chile y Joaquín de la Pezuela, el virrey del Perú, estaba apremiado por recuperarlo, alentado por el suceso de Cancha Rayada un par de semanas antes.
Ese traspié del Ejército Unido había insuflado renovado ímpetu al enemigo y, desde entonces, Mariano Osorio, el jefe español, se salía de la vaina por asestar el golpe de gracia a San Martín antes de que pudiera rehacer sus fuerzas. Por esos días, entre los habitantes de Santiago cundía el temor por las seguras represalias que podrían sobrevenir, en tanto que los partidarios del rey de España palpitaban con inocultable júbilo la entrada triunfal de su ejército en la ciudad.
Así estaban las cosas poco antes de la batalla decisiva. Cuando tuvo los de Osorio a la vista, el Libertador decidió salir a su encuentro. Poco antes del mediodía, ambas fuerzas —de alrededor de 5.000 hombres cada uno— estuvieron cara a cara; en pocos minutos más el destino de Chile se jugaría a suerte y verdad.
La artillería patriota abrió fuego, que fue inmediatamente contestado por las baterías contrarias; fue la señal del comienzo de las acciones. San Martín, catalejo en mano, observaba atentamente la disposición táctica del adversario y sin pérdida de tiempo ordenó el ataque. Los dos batallones que acometieron primero por el flanco izquierdo sufrieron numerosas bajas, especialmente el de negros y mulatos, en tanto que un tercero, comandado por Rudecindo Alvarado, debió emprender la retirada bajo el intenso fuego enemigo. En el otro flanco, la división de Juan Gregorio de Las Heras lograba adueñarse de la situación. Hasta ese momento, el resultado de las acciones era incierto. San Martín, que seguía atentamente todos los movimientos desde lo alto de una lomada, indicó a Hilarión de la Quintana que entrara en combate con la reserva, mientras él mismo se dirigía con su escolta hacia el campo de batalla.
El impetuoso contraataque dio resultado y al cabo de algunos minutos de confusión, el enemigo comenzó a replegarse desordenadamente. Arrollada la caballería realista, la suerte de la batalla quedó librada a un duelo de infanterías. “¡Viva la patria!”, gritaban los patriotas argentinos y chilenos para darse ánimo. “¡Viva el rey!”, replicaban a voz en cuello desde el otro bando. Así las cosas, la encarnizada lucha cuerpo a cuerpo y a bayoneta calada se fue resolviendo lentamente a favor del ejército sanmartiniano. El Libertador, aún conmovido por la ferocidad del combate, asentaría poco más tarde en el parte de batalla que “con dificultad se ha visto antes un ataque más bravo, más rápido y más sostenido, y jamás se vio una resistencia más vigorosa, más firme y más tenaz”. Finalmente, superados por la enjundia de la carga patriota, las tropas de Osorio se desbandaron, dándose precipitadamente a la fuga.
Aún a lomo de su caballo y convencido de que el triunfo estaba en sus manos, San Martín dictó al escriba: “Acabamos de ganar completamente la acción. La patria es libre”. Sin embargo, un batallón realista resistía en un caserío cercano. Hacia allá fueron Las Heras y Balcarce para liquidar el pleito, tomando prisionero a José Ordoñez, el segundo jefe español, mientras que Osorio lograba huir.
Cuando la batalla estaba tocando a su fin, Bernardo O’Higgins, el líder chileno, camarada y amigo de San Martín, se hizo presente en el teatro de operaciones dispuesto a sumarse a la acción, pese a que no estaba repuesto de la herida recibida en Cancha Rayada. Al ver a los realistas en retirada, el Director Supremo de Chile galopó al encuentro del vencedor y abrazándolo efusivamente con su brazo sano, exclamó, visiblemente emocionado: “¡Gloria al salvador de Chile!”. San Martín, generoso, le retribuyó el gesto, tributándole la victoria obtenida.
Antes de que cayeran las primeras sombras de la noche, el telón había caído. Además de los 1.500 soldados que quedaron tendidos en el campo de batalla y los 2.300 que fueron tomados prisioneros, los realistas perdieron 12 cañones, casi 5.000 fusiles y tercerolas, todo el parque de municiones y cuatro pabellones; en tanto que las bajas patriotas fueron alrededor de mil entre muertos y heridos.
Las consecuencias de esta reñida batalla fueron decisivas: la victoria de Maipú fue un verdadero punto de inflexión, tras el cual la causa monárquica, moralmente lastimada, comenzó a declinar definitivamente. Pese a que la campaña en tierras trasandinas no estaba concluida del todo, el triunfo consolidó la libertad de Chile y abrió definitivamente la vía del Pacífico hacia el Perú, último reducto del poder español en América, la siguiente etapa. Pero esa es otra historia…
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